El pasado 11 de septiembre, en un nuevo aniversario del atentado contra las torres gemelas, una violenta protesta al consulado de Estados Unidos en Bengasi, Libia, terminó con el asesinato del embajador Christopher Stevens y otros tres funcionarios, algo que no ocurría desde el asalto a la embajada en Afganistán en 1979. Casi simultáneamente fue atacada la embajada norteamericana en el Cairo, a lo que le siguieron las protestas en Túnez y Yemen, que dejaron un saldo de al menos una decena de muertos y cientos de heridos por el accionar represivo de las fuerzas de seguridad.
El detonante de este estallido de ira fue la exhibición en internet de un video furiosamente antimusulmán, en el que se ridiculiza al profeta Mahoma. El video de algo más de 13 minutos sería parte de una película de dudosa existencia llamada La inocencia de los musulmanes, filmada en los Estados Unidos supuestamente por miembros de la derecha cristiana local y cristianos coptos egipcios. La película contó con el apoyo entusiasta del pastor evangélico Terry Jones, el mismo que organizó una quema de ejemplares del Corán el año pasado y que fue respondida con una serie de atentados en Afganistán contra las tropas de ocupación.
En solo cuatro días, la oleada de protestas antinorteamericanas –con distinta intensidad y niveles de violencia– se extendió como reguero de pólvora a casi 30 países musulmanes del Medio Oriente, África y Asia, abarcando desde Marruecos hasta Bangladesh e Indonesia. Si bien en muchos países se trató de manifestaciones pequeñas protagonizadas por organizaciones islamistas más radicales, principalmente salafistas (versión más rigurosa del islamismo), en países como Egipto, Túnez y Yemen las movilizaciones contaron con mayor participación popular, sobre todo de sectores de la juventud. Mientras que en el caso de Irán y Líbano se trató de protestas de masas convocadas directamente desde los gobiernos (que en Líbano responde a Hezbollah) enemigos de Estados Unidos.
La crisis aun tiene final abierto. Transcurrida una semana de movilizaciones no está claro si estas ya han alcanzado su punto culminante, o si por el contrario pueden no solo persistir y profundizarse en el mundo musulmán sino también involucrar a países occidentales, teniendo en cuenta, además, que una revista francesa acaba de publicar caricaturas satíricas sobre Mahoma y el islam.
Una crisis para Obama y el imperialismo
Aunque hay más dudas que certezas sobre quiénes serían los realizadores del video (primero se lo había atribuido un supuesto realizador israelí que terminó no existiendo) es evidente que la filmación y difusión se trató de una provocación deliberada. Más allá de si tienen algún fundamento las diversas teorías conspirativas que circulan por estos días y apuntan a una alianza non sancta entre la derecha republicana y cristiana de Estados Unidos, grupos islamistas fundamentalistas e incluso la derecha israelí que presiona para que Obama ataque militarmente a Irán, lo cierto es que no es una pura casualidad que esta crisis estalle a menos de dos meses de las elecciones presidenciales en Estados Unidos en las que Obama se juega su reelección.
La respuesta del gobierno demócrata a la muerte de Stevens y al asalto a las embajadas fue doble: en el plano diplomático, la política fue tratar de aplacar los ánimos para desactivar las protestas, deslindando toda responsabilidad por el videl en cuestión y reivindicando el rol de Estados Unidos como “liberador” de Libia, y a la vez presionar para que los gobiernos surgidos pos primavera árabe actúen más decididamente para mantener a raya a las organizaciones islamistas más radicalizadas. Esta respuesta política fue acompañada por un reforzamiento de la presencia militar con el envío de unidades especiales antiterroristas a Libia y Yemen y el incremento de las misiones de aviones no tripulados (drones) para proteger los intereses norteamericanos en la región.
Esto fue leído como un signo de debilidad por el candidato republicano Mitt Romney que intentó aprovechar el ataque a intereses norteamericanos en el exterior para reflotar la estrategia neoconservadora, suscribir la exigencia del primer ministro israelí de atacar a Irán y presentarse como el garante de la posición imperialista de Estados Unidos. Pero lo cierto es que Obama, con otro discurso y buscando legitimidad internacional, no ha hecho más que continuar con la política exterior de Bush, adecuándose a la relación de fuerzas desfavorable después de los desastres de Irak y Afganistán. Obama escaló la guerra política en Afganistán, ordenó el asesinato de Bin Laden, lideró “desde atrás” la intervención de la OTAN en Libia, mantiene abierta la cárcel de Guantánamo, sigue operando en Siria para lograr un “cambio de régimen” favorable a sus intereses, conserva la alianza estratégica con el estado de Israel (más allá de sus diferencias con Netanyahu) y en última instancia, está tratando de crear las condiciones para eventualmente tener una política más ofensiva contra Irán. Es justamente esta política imperialista y proisraelí la que despierta el odio de las masas árabes y musulmanas. Y esto mismo es lo que percibe la mayoría de la población norteamericana que, en el marco de la crisis económica, no está dispuesta a seguir apoyando aventuras guerreristas.
Un escenario convulsivo
La primavera árabe tomó por sorpresa a Estados Unidos, Francia y otras potencias imperialistas que durante décadas habían sostenido las dictaduras de Ben Ali y Mubarak y en los últimos años habían estrechado lazos con Kadafi, devenido colaborador de la guerra contra el terrorismo y amigo de Bush y Berlusconi. Mediante la intervención de la OTAN en Libia, legitimada por la dirección proimperialista del Consejo Nacional de Transición, buscaron reubicarse presentándose como “amigos del pueblo” para poder influir en el curso de los acontecimientos. Tuvieron a su favor que una de las debilidades de la primera etapa de la primavera árabe fue no haber tenido como uno de sus ejes las demandas antiimperialistas, a pesar de enfrentar regímenes agentes del imperialismo. Las protestas contra las embajadas y otros sitios del poder norteamericano han dejado expuesto con toda crudeza que tras la caída de los aliados más firmes de Estados Unidos producto de la “primavera árabe”, no han surgido regímenes confiables que le permitan al imperialismo recomponer un sistema de dominio estable y asegurarse sus intereses geoestratégicos.
El hecho de que la acción antinorteamericana más violenta haya ocurrido en Libia, donde el imperialismo actuó en común con las milicias locales durante más de seis meses para derribar a Kadafi, es la máxima expresión de esta situación volátil, y parece repetir otras experiencias en las que aliados circunstanciales de Estados Unidos se vuelven luego enemigos, como ocurrió con los talibán en Afganistán. Esta situación es más alarmante en países que juegan un rol fundamental para la estabilidad regional, como Egipto, garante del acuerdo de paz con el estado de Israel, al que Estados Unidos le da 1.500 millones de dólares por año en concepto de ayuda militar.
Después de la caída de Mubarak, la administración Obama ideó junto al ejército la “transición” hacia un régimen de democracia tutelada sobre la base del modelo turco, donde el gobierno está en manos del islamismo moderado pero las fuerzas armadas siguen siendo el pilar del régimen y garante del alineamiento con Estados Unidos. El gobierno de la Hermandad Musulmana, a pesar de no ser un aliado incondicional de Estados Unidos, va a favor de estos planes. Sin embargo, las contradicciones de esta política quedaron en evidencia ante la respuesta cauta del presidente egipcio M. Morsi, que si bien condenó el asesinato del embajador norteamericano en Libia y reprimió la movilización a la embajada de Estados Unidos en el Cairo, no respondió como esperaba el imperialismo, entre otras cosas, porque se trata de un gobierno musulmán. Esto llevó a que Obama tratara a Egipto como un país “ni aliado ni enemigo” y que esté en cuestión la condonación de 1000 millones de dólares sobre una deuda de 3000 millones que Obama había prometido a Morsi.
Más allá de que la bronca se haya expresado en términos religiosos, la principal contradicción entre el imperialismo, los gobiernos musulmanes moderados que se proponen desviar la primavera árabe y las masas explotadas no son de carácter religioso o “cultural” como pretenden presentarla los grandes medios, sino que sus intereses son incompatibles con las demandas profundas democráticas y estructurales que motorizaron los levantamientos, cuyo punto más avanzado es el proceso revolucionario en Egipto.
Esta contradicción está llevando a movilizaciones de masas y huelgas en Túnez que le exigen al gobierno del partido islamista moderado Ennahda que lleve adelante las reivindicaciones populares. Mientras que en Egipto abre una brecha entre el programa neoliberal y de colaboración con el imperialismo y el estado sionista de la Hermandad Musulmana y las expectativas de las masas que derribaron a Mubarak y ahora buscan mejorar sus condiciones de vida, lo que ha dado lugar a un renacimiento de huelgas en diversos sectores, como la de los trabajadores del transporte del Cairo, aun en curso. Estas son las razones profundas que preocupan al imperialismo y a los gobiernos de desvío, y que en el marco de la crisis capitalista hacen inestable cualquier salida burguesa y pueden llevar a reabrir una dinámica revolucionaria.