La necesidad histórica de superar a la izquierda reformista en el Estado español

Sacar lecciones revolucionarias de los grandes combates de nuestra clase en el siglo XX es fundamental para recrear una nueva tradición en la izquierda española.

El Manifiesto Programático que debatió y aprobó el I Congreso de la CRT era la refracción en el Estado español de un programa, el del marxismo revolucionario, que se nutre de más de 150 años de la experiencia práctica de la lucha de la clase obrera internacional y de la elaboración teórica de nuestra corriente.

Un manifiesto pensado para un marco político y un Estado en concreto, que toma por lo tanto en consideración su historia, el estado del movimiento obrero, sus organizaciones y las tradiciones políticas que han sido y son hegemónicas en la izquierda. A este punto dedicamos la primera parte de la sesión de la tarde del sábado 7 de mayo.

La crisis del Régimen del 78, el fracaso de una “gran empresa” burguesa

Como marco general definimos que desde 2011 estamos en medio de una aguda crisis orgánica, desatada por el fracaso de una “gran empresa” burguesa. Nada más y nada menos que el Régimen del 78, la forma que adoptó la restauración neoliberal en nuestro país. Un régimen político que ha garantizado la mejor época para los capitalistas españoles de toda su historia como clase. Lograron modernizar la estructura económica, integrarse en la UE, la OTAN y el euro, realizar una gran expansión imperialista de sus empresas… Todos ganaban, eso sí a costa de los trabajadores.

El Régimen del 78 nació fruto de lo que nosotros denominamos como contra-revolución democrática. La Dictadura entró en una profunda crisis que desató el gran ascenso obrero de los 70. La gran oleada de huelgas del primer semestre de 1976 y que se alargó con algo menos de intensidad hasta 1979, mostraba que el Estado capitalista español no podía gobernar con normalidad, menos aún aplicar el plan de ajuste que le exigía la crisis económica de esa década, sin el peligro de que se abriera una situación revolucionaria.

La llamada “ruptura pactada”, el gran “compromiso histórico” entre la burguesía central y el régimen franquista, por un lado, y las burguesías periféricas y las direcciones obreras reformistas por el otro, tenía un claro carácter de restauración del Estado capitalista. Un nuevo régimen, el nacido tras los Pactos de la Moncloa del 77 y la Constitución del 78, con una renovada legitimidad que servía de desvío al ascenso de la lucha de clases y ponía nuevas bases para aplicar un brutal ajuste sobre la clase trabajadora y sectores populares.

Esta fue la labor del gobierno de Suárez y sobre todo de Felipe González. El desempleo se instaló por encima del 20%, la caída de los salarios reales alcanzó ese mismo porcentaje, se avanzó contra sectores de la industria más concentrada y la minería… Esta fue la verdadera cara del “consenso” para una amplísima mayoría social. Aquellos sectores que no quisieron entrar en él o quedaron por fuera vieron como además la nueva “democracia” reciclaba y renovaba todo su aparato represivo en nombre de la “lucha contra el terrorismo”, con leyes especiales, nuevos cuerpos policiales y hasta el terrorismo de Estado de los GAL.

La falsa “arcadia” reformista pre-2008

Esta “democracia” para ricos fue y sigue siendo idealizada, sobre todo hasta la explosión de la crisis, por buena parte de la izquierda. De parte del PSOE y el PCE era de esperar, ambos fueron padres de la Constitución, y sobre todo el segundo fue clave para evitar que la oleada de huelgas avanzase, se coordinase y pudiera desatar una dinámica de ruptura revolucionaria con la Dictadura y el capitalismo. La burocracia sindical de UGT y CCOO, con lazos orgánicos con ambos partidos, fue parte de la gestación del Régimen, en los 80 mantuvo aisladas las luchas de resistencia contra la ofensiva neoliberal de González y en los 90 decidió ser parte de la misma siendo firmantes de las reformas laborales que impusieron el modelo de ultraprecariedad para más de un tercio de la clase trabajadora.

El nuevo reformismo se ha sumado a este discurso idealizador de estas tres décadas, hablando de “recuperar el consenso roto en 2008” y referenciándo el pre-2008 como el objetivo a alcanzar. Sin embargo esta supuesta “arcadia” era un país con un tercio de sus trabajadores con contrato temporal, un precio de la vivienda inasequible y más de cuatro millones de inmigrantes privados de derechos políticos y económicos básicos, entre otros datos. Aquel país fue lo máximo que pudo ofrecer el capitalismo español, y como se vio en 2008 lo hizo sobre los “pies de barro” de una gran burbuja inmobiliaria y crediticia que acabó estallando.

El proyecto de “restauración progresista” del nuevo reformismo

La crisis económica y social de 2008 fue la antesala de la crisis del Régimen del 78 abierta en 2011. Un proceso que arrancó con un bienio de gran contestación social, protagonizada por la juventud, sectores populares y algunas participaciones importantes de la clase obrera como las mareas, la huelga minera o las dos huelgas generales de 2012. La labor de “bombero social” de la burocracia sindical fue el gran obstáculo para que las y los trabajadoras pudieran intervenir a la altura del ataque acometido.

Y sobre un relativo agotamiento de lo social se auparon los nuevos fenómenos políticos reformistas con una propuesta estratégica de “vuelta” al pre-2008 por medio de una suerte de “restauración progresista” del Régimen del 78. Esto explica su apuesta por la vía electoral e institucional, su moderación programática -que abandonó toda medida que cuestionase los pilares del Régimen, como la Corona, o afectase a las ganancias capitalistas, como el no pago de la deuda- y su abierta apuesta por pactar con la pata izquierda del bipartidismo, el PSOE de Pedro Sánchez.

Podemos e IU, aún con lecturas históricas con distintos matices sobre la Transición, plantean una hoja de ruta inspirada en la del eurocomunismo de Carrillo. En ella la clave pasa por lograr un nuevo “compromiso histórico” que restaure el Estado capitalista, permita hacer pasar los ajustes necesarios con una mayor legitimidad y a cambio se ofrezcan algunas concesiones políticas o sociales a los sectores populares. En esta ecuación la lucha de clases no pasa de tener un lugar subalterno y de mera presión para forzar el acuerdo con las viejas “elites”.

Si bien las diferencias con los 70 son enormes. Ni Podemos o IU tienen la capacidad de movilizar del PCE de los 70, tampoco de desmovilizar y actuar de desvío, ni el capitalismo español tiene mucho margen para ofrecer algo distinto que ataques y más ataques. Dos elementos que, sumados a la pervivencia de la cuestión catalana, hacen que sea hoy por hoy más difícil que se logre una restauración duradera como en el 78.

Los hilos de continuidad históricos de reformistas y centrista…

Para nosotros, la CRT, es esencial sacar lecciones de la llamada “Transición democrática” en clave revolucionaria. Es decir, todo lo contrario a lo que hacen quienes la toman como referencia de lo que habría que hacer ahora. Pero también de aquellos sectores de la izquierda que, haciendo gala de un escepticismo en la capacidad de lucha y transformación de la clase obrera, consideran que lo que falló fue la voluntad de lucha de los trabajadores y la juventud que combatieron al Franquismo. Tanto unos como otros tienen hilos de continuidad histórica con tradiciones políticas con peso en el Estado español y que serán necesario superar para poder construir un partido revolucionario de la clase obrera.

Los primeros, los que quieren ser los “médicos de cabecera del capitalismo español” del Siglo XXI, se referencian sobre todo en la hoja de servicios del estalinismo ibérico del Siglo XX. Una corriente aférrima defensora de la conciliación con la burguesía “democrática” y enemiga de toda perspectiva de revolución obrera independiente y en ruptura con el capitalismo. El PCE y el PSUC fueron los principales verdugos de la revolución español de 1936, siendo los encargados de aplastarla violentamente en Barcelona y Aragón en 1937. Su política del Frente Popular abogaba por la defensa de una democracia capitalista contra todo intento de revolución social.

Este mismo espíritu de conciliación de clases fue en el que se basó su política de “reconciliación nacional” formulada en 1956 y más tarde la de la llamada “ruptura democrática”. Una estrategia que defendía el acuerdo con sectores de la burguesía que apostasen por la democracia y proponía poner en marcha la movilización obrera y popular pero supeditada a una agenda de reformas democráticas que no cuestionasen el capitalismo. Al final, el temor a que esa misma movilización impusiera su propia agenda, llevó a que se pasara de la “ruptura democrática” a la “pactada”, que dejó en el tintero hasta demandas democráticas como el derecho de autodeterminación, el fin de la Corona o el juicio y castigo a los crímenes de la Dictadura.

En segundo lugar está la izquierda del “es lo que hay”, que se adapta a las direcciones hegemónicas de la izquierda y al nivel de conciencia existente en un momento determinado. La que manteniendo un discurso más de izquierda comparten su estrategia reformista y aquellos que mantienen posiciones políticas que oscilan entre la reforma y la revolución -lo que los marxistas denominamos como centristas-. Tanto unos como otros acaban siendo el furgón de cola de la política de los reformistas. En los 30 el caso más grave fue el de la CNT, cuyos dirigentes acabaron siendo parte de los gobiernos burgueses que defendían el “primero ganar la guerra” en contra de la revolución. Pero también el POUM, que fue parte del Frente Popular y el gobierno catalán y se mostró completamente impotente para ofrecer una dirección política alternativa a la heroica clase obrera del 36.

En los 70 esta tradición la representaron la mayoría de las formaciones de la extrema izquierda. Las más importantes en número, las maoístas, aceptaban la doctrina de la “ruptura democrática” y su suerte de etapismo. Algunas de ellas fueron asumiendo las grandes decisiones del PCE con algunos meses de retraso, como la misma Constitución del 78. Pero incluso otras que se reivindicaban del trotskismo, como la LCR, también aceptaron esta división de la lucha en una etapa democrática y otra socialista -en su Congreso de 1976, es decir en pleno ascenso-, lo cual las dejó desarmadas para enfrentar la traición del PCE y generar jalones de experiencia para poder construir partidos revolucionarios para el siguiente periodo.

En la actual crisis de régimen vemos que estos hilos siguen perdurando. Como hemos dicho, Podemos e IU son fruto de la inspiración en la tradición estalinista y eurocomunista. Pero también los hay que parecen querer emular, en condiciones históricas muy distintas, el rol jugado por el centrismo o los reformistas de izquierda en otros momentos. Nos referimos a grupos como Anticapitalistas o Izquierda Revolucionaria, el primero disuelto en Podemos y el segundo con un total seguidismo y adaptación a la izquierda reformista desde el nacimiento del actual régimen.

… que hay que superar para recrear una nueva tradición revolucionaria en el Estado español

Toda esta reflexión histórica la creemos fundamental para definir cuales son las tareas estratégicas centrales que un grupo como la CRT se tiene que proponer para avanzar en construir un partido revolucionario en el Estado español. Existe una gran debilidad de una tradición de independencia política de clase, que pelee por un programa transicional y con una estrategia revolucionaria y permanentista, es decir que no separe la lucha por las demandas democráticas y las sociales en “etapas” estancas o consecutivas.

Al contrario, hay una fortaleza histórica de tradiciones que son opuestas por el vértice, y que están muy permeadas tanto en el reformismo como en otros fenómenos, como la izquierda independentistas vasca y catalana -que la adapta a su búsqueda de acuerdos con sus repectivas burguesías, como estamos viendo con la CUP desde 2012- o buena parte de la extrema izquierda.

Superar estratégicamente este hilo histórico es fundamental para combatir futuros desvíos o derrotas de los trabajadores y los explotados. No partimos de cero, nosotros queremos empalmar con lo mejor de la experiencia de nuestra clase, que es mucha. Con la clase obrera del 36 que derrotó el golpe de Estado a pesar de que el Frente Popular llamara a la calma, que formó las milicias, constituyó comités y colectivizó la industria y la tierra en apenas días. También con la clase obrera, las mujeres y la juventud de los 70, que se organizaban en la clandestinidad, impulsaban huelgas de solidaridad, coordinadoras y grandes gestas obreras como las de Vitoria, Sabadell o La Força, entre otras muchas.

Toda esa experiencia de nuestra clase, los intentos que realizó en el Siglo XX para superar el nefasto rol de los reformistas, es un punto de apoyo fundamental para recrear en el Estado español una nueva tradición política en la clase trabajadora. Una tradición que no es nueva en el terreno internacional, que tuvo su mejor expresión en la lucha de los bolcheviques hace justo 100 años o de la Oposición de Izquierdas y la IV Internacional en los años 30, y que debe servir para que la próxima ocasión en la que la clase obrera del Estado español salga al combate -y el mantenimiento de la crisis económica, social y de régimen sigue planteando esta posibilidad- la brecha entre su abnegación por la victoria y el rol de sus direcciones no vuelva a jugarle en contra y sea capaz de contar con una dirección propia y revolucionaria que le permita, esta vez sí, ganar tanto a los desvíos democráticos como a los golpes de la reacción.

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